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Perdón es para siempre

Crónica sobre la visita de Gabriel Ruelas, en julio del 2012, a la tumba de Jimmy García, quien murió durante el combate con el boxeador mexicano.

Jaime Castro Núñez, Marco Pérez

Fotos : Marco Perez Anibal Greco

De repente, como si en un abrir y cerrar de ojos Barranquilla se hubiera trasladado a un rinconcito de Bogotá con su arroz de lisa y sus marimondas alegres de carnaval, el sol se ocultó detrás de una espesa nube gris que se instaló justo encima del cementerio Jardines del Recuerdo. Un par de gotas gruesas cayeron, espesas, pesadas y sin temor, sobre la lápida de mármol bien conservada a pesar del calor inclemente que castiga a Barranquilla todos los días.

El escritor, quien también es cirujano maxilofacial y mueve el bisturí con la misma habilidad con la que le redacta cartas de amor a la esposa, creyó que había empezado a llover y sobre su rostro se asomó un gesto de franca preocupación. El fotógrafo, quien también es filántropo y la vida le ha dado la fortuna de recorrer el mundo con sus lentes telemétricos, por un instante también se sintió en esa capital fría y caprichosa donde lo único seguro es que en algún momento del día va a llover. El jubilado, quien también es ex campeón mundial de boxeo del peso pluma, los regresó a la solemnidad del instante:-Perdón…

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No había un hilo que uniera las vidas del escritor, el fotógrafo y el jubilado, excepto porque todos, en algún momento de sus vidas, se habían dejado atrapar por el mundo del boxeo. Y era ese mundo, precisamente, el que los tenía en el calor de Barranquilla, en el olvido del cementerio Jardines del Recuerdo, frente a la nostalgia de los huesos de Jimmy, clavados los ojos en ese epitafio tallado hace casi veinte años:

Jimmy García

12 de octubre de 1971 – 19 de mayo de 1995

Los dioses mueren jóvenes y viven para siempre

El acto, en el que además estaban la hermana de Jimmy, un sobrino, la madre y un par de camarógrafos, era de una sencillez abrumadora, pero de un valor sin límites, sin igual en la historia del boxeo porque el jubilado había hecho un largo viaje desde Los Ángeles hasta esa final morada de Barranquilla donde Jimmy duerme con el propósito de realizar una tarea tantas veces aplazada: pedir perdón. Pero también habían llegado a contar la vida de Jimmy y los tantos momentos de angustia después de su vida, a captar con el lente cómo es el hombre cuando es un mero macho porque llora a ese otro macho que ya no está.

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Me acordé de Robinson Pitalúa. Fue inevitable. Otro boxeador colombiano muerto. Porque la historia era casi idéntica: boxear para comprarle a los viejos la casa que se merecen. Y la tragedia, la tragedia era la misma: la última vez que hablaron por teléfono estaba feliz, optimista, lleno de sueños. Y bastó un desafortunado instante para que todo se multiplicara por menos 1, ahora encerrado en una cárcel de madera, inexpresivo, pétreo, con las ilusiones dormidas y su corazón hecho polvo. Ilusiones que habían empezado muy temprano en su vida, quizá a los cuatro años cuando le pidió a su madre un par de guantes de boxeo y ella se los regaló con la misma ilusión con la que Jimmy los recibió y empezó a transitar el sendero de Antonio Cervantes Reyes.

Las ilusiones empezaron a florecer cuando tenía 14 años y ostentaba la medalla de oro y el trofeo al boxeador más técnico, ambos galardones obtenidos en la categoría gallo durante el Primer Campeonato Nacional de Boxeo Junior Celebrado en Sincelejo. Al año siguiente, en la categoría pluma, repitió oro. En 1988, siendo bachiller del Colegio José Eusebio Caro, saltó al profesionalismo dejando en el boxeo amateur un record de 60 peleas ganadas y 3 perdidas. Su hermano, Manuel Junior alias Pachín, lo pulió hasta llevarlo a Panamá para vencer al retador número 1 del mundo, Jesús Gutiérrez. Era el año de 1993 y su esposa María Maza y sus hijas Lizeth y Paula Andrea tenían muchos motivos para pensar que se avecinaban grandes días de gloria. El pequeño Jimmy, quien aún estaba en el vientre, daba pequeñas pataditas cuando su madre imaginaba esos años abundantes que pronto aterrizarían en casa.

La oportunidad de convertirse en campeón mundial de boxeo se le fue de las manos un año más tarde, el 12 de noviembre de 1994 en la Plaza México, cuando perdió frente al campeón Genaro Hernández por la corona superpluma de la Asociación Mundial de Boxeo (AMB). Pero como en la vida siempre hay una segunda oportunidad, ésta le llegó (y la desgracia también) el 6 de mayo de 1995 en el Caesars Palace de Las Vegas, Nevada, frente a Gabriel Ruelas, campeón superpluma del Consejo Mundial de Boxeo (CMB).

Apenas tenía 23 años. Y por eso también me recuerda a Robinson Pitalúa: por esa juventud esfumada, por tantos sueños inconclusos, por los días que pudieron ser y que no fueron, porque él, al igual que Pitalúa, tampoco envejeció y mientras a todos los que seguimos caminando este sendero vital las arrugas y las canas ya no han golpeado, ellos dos todavía conservan la juventud en el rostro y las fotografías de aquellos años nos sirven no sólo para recordarlos, sino también para mostrarnos cuánto hemos envejecido en estas dos décadas. Por eso estoy aquí, testigo de este momento, para que la pluma no permita que se nos olvide jamás.

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Cuando finalmente pude cambiar el lente sigma estándar por el macro, el par de gotas de lágrima sobre la lápida ya se habían evaporado porque ésta ardía como mechón nocturno en campamento, a pesar de que el sol estaba oculto detrás de un telón grueso de nubes grises que por un instante nos hicieron pensar en el preludio de una tímida lluvia sobre Barranquilla. Pero las palabras de perdón que escuchamos casi al instante me regresaron a la certidumbre del momento, ese que yo había soñado desde cuando decidí convertirme en reportero gráfico y empecé a armar la tragedia con los retazos de historias que me contaba la gente del boxeo colombiano alrededor del mundo.

Un par de años después, cuando se acercaba el aniversario 18 de la muerte de Jimmy, tuve la oportunidad de conocer la otra cara de la angustia y escuché de su propia voz cómo se sentía. «Te voy a llevar a Barranquilla» -Recuerdo que le dije. Y también recuerdo que me contestó, demasiado incrédulo: «Hay que ver para creer». Y si era así, entonces ahora tenía que creerme porque no sólo lo estaba viendo, sino viviendo, ahí, frente a la memoria de Jimmy y lo que significaba el accidente de sus huesos, porque lo que pasó había sido un lamentable accidente.

Los meses previos a mayo de 1995 habían sido intensos para el campeón superpluma del CMB, quien siempre lamentaba haberse tenido que separar de su esposa y sus hijas. Era su segunda defensa y recordar ese sacrificio lo irritaba hasta el extremo. Jimmy, su hermano Pachín, su padre Mañe y el resto del equipo, quienes también habían tenido que hacer a un lado sus hogares en búsqueda de una concentración absoluta para ganar y llevar a Colombia la reata de campeón del mundo, se habían preparado fuerte, muy fuerte, como para dejar en el cuadrilátero, aún si fuere posible, la vida misma.

No era favorito y lo sabía muy bien, pero soñaba con la idea de arrebatarle la corona al mexicano en Las Vegas en una velada donde la atracción principal era el grandísimo Óscar de la Hoya, en plena celebración del Cinco de Mayo, esa fiesta en la cual los mexicanos conmemoran la victoria del ejército de la República Mexicana al mando de Ignacio Zaragoza sobre el ejército del Segundo Imperio Francés dirigido por Charles Latrille obtenida en las inmediaciones de la ciudad de Puebla el 5 de mayo de 1862.

6 de mayo de 1995, Caesars Palace en Las Vegas, Nevada. Y ahí estaban, Jimmy García (35-4, 25 KO´s) de Barranquilla, Atlántico, Colombia, en la esquina azul, cubierto con una bata azul y pantaloneta del mismo color, mirando a su oponente, el campeón Gabriel Ruelas (40-2, 22 KO´s) de Yerbabuena, Jalisco, México, en la esquina roja, cubierto con bata roja y pantaloneta del mismo color, dispuestos ambos a enfrentar el destino.

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La tarde empezaba a caer cuando subimos al cuadrilátero. Yo saltaba sin cesar no sólo porque debía calentar el cuerpo, sino también porque estaba ansioso. Ansioso de terminar el combate rápido, de ver a mi familia y de hacer que alguien pagara por esa ausencia mía. Recuerdo que había dicho, en la rueda de prensa, «alguien tendrá que pagar», sin reconocer siquiera que estaba dictando una sentencia que alteraría el curso de muchas vidas, incluida la mía. Y que esas palabras necias, de las cuales tantas veces ya me he arrepentido, se me devolvieron como el contragolpe más duro que Jimmy me asestó.

De modo que cuando sonó el primer campanazo yo me lancé sobre su humanidad con mis mejores golpes. Tiraba al hígado, a las costillas, a la cara y uno al mentón dentro del primer minuto de combate que casi lo tumba. Pero Jimmy era un macho y se defendía bien. A veces esquivaba con soltura, otras veces me conectaba firme y otros golpes se perdían en el aire. El combate avanzaba y mis manos seguían encallándose en su tez morena. A veces pensaba que se iba al suelo y me quedaba con las ganas de escuchar el conteo y yo pensaba desconcertado cómo hacía para no rajarse, porque intentaba mantenerme a raya con el job y yo siempre encontraba una rendija en el muro de su defensa y por ahí se colaba un uppercut, un recto, un gancho, y el colombiano ahí, como Jalisco, sin rajarse.

La tarde empezó a caer y Joe Goossen, mi entrenador, me decía get to the boddy, a little bit more, stay on top of him, go get him again, y yo salía a mi negocio y él al suyo, a batirnos por la gloria, pinche gloria que valió pa pura madre. Los golpes de él me llegaban, porque a pesar de todo nunca dejó de buscar la pelea y me conectaba. Y yo continuaba buscando el epítome del boxeo, que es el nocaut, pero no llegaba, hasta cuando al final del décimo asalto lo vi desorientado buscando su esquina. Por eso el árbitro le pidió al médico que lo examinara y éste no encontró ni en su rostro ni en sus pupilas ni un signo que lo ayudara a determinar lo que acontecía dentro de su cráneo.

Para el undécimo asalto salí a buscarlo y me extrañó verlo todavía con su rostro indemne, sin una gota de sangre, sólo con un edema leve que se insinuaba sobre el pómulo derecho y me volví a preguntar con qué tipo de macho estaba peleando que cogía golpes por todos los ángulos pero ni se rajaba ni se hinchaba ni se caía, hasta cuando lancé un par de golpes y entonces el árbitro detuvo la pelea. Yo di la espalda, tranquilo, y levanté mis brazos. Él se devolvió para su esquina y, al mero ratito, se desplomó.

Desde entonces empezó su tragedia. Y la de su familia. Y la mía también. Jimmy García, ese macho por el cual hoy estoy llorando, falleció el 19 de mayo de 1995 como consecuencia de un hematoma cerebral producido en algún momento desafortunado de los 11 asaltos que peleamos. Aún conservo en mi memoria el momento en que fui a visitarte al hospital después de la cirugía que te practicaron de emergencia y te vi tan indefenso, tan ser humano, conectado tu cuerpo a una máquina que te mantenía atado a este mundo. Desde entonces cargo en la bolsa con tantos recuerdos y ninguno de ellos lo ha desvanecido el tiempo. Pero recuerdo con tanto dolor ese momento en que tu madre, dentro de toda su angustia y todo su dolor, me pidió que le mostrara mis manos, las mismas que te habían quitado la vida.

Ayer tuve la oportunidad de pedirle perdón a tu madre y la abracé y lloré como un chamaquillo y ella me apretó las manos y me dijo:

-Te perdono, te perdono. Pídele a Dios que te de fortaleza, tú no cometiste nada. Que Dios te bendiga, te cuide, te de fortaleza, como me la ha dado a mí. Te quiero como si fueras Jimmy, yo te amo. Te amo, Gabriel. No te sientas culpable.

La miré a los ojos y le dije que yo sentía que tú ahora usas mi cuerpo para vivir y que yo ya he aceptado vivir contigo adentro porque ya casi me olvidé quién es Gabriel Ruelas y muchas veces me pregunto por qué hago esto o lo otro si antes no hacía esas cosas. Estoy tan confundido en la vida.

Por eso estoy aquí, en el cementerio Jardines del Recuerdo de Barranquilla, casi 20 años después de ese momento trágico en que nuestras vidas se cruzaron en Las Vegas porque quiero, Jimmy García, que me perdones. Tengo puesta una camisa negra de mangas largas y en mis manos porto un sencillo ramillete de flores blancas y amarillas que trajimos para adornar esta sepultura tuya que tus familiares cuidan con tanto esmero. A mi derecha está tu madre, con una camisa naranja y un pantalón negro y me abraza con fuerza porque sabe que dependo de esa conexión para poder mantenerme en pie. Siento que si no lo hace indefectiblemente caeré a la lona y la cuenta llegará hasta diez. Te alegrará saber que tu hermana y tu sobrino también están aquí, a mi izquierda, dándome fuerza porque pueden sentir cómo me flaquean las piernas. Y también están el fotógrafo y el escritor, a quienes no conociste, pero que no te han olvidado. El momento es difícil y temo no poder expresar con palabras todas las emociones que se cruzan por mi mente y mi corazón. Es una alegría que de entrada no puedo explicar. Ahora es un sentimiento bonito que simplemente nunca podré explicar…

Epílogo

Agachado frente a la tumba de Jimmy García, Gabriel Ruelas no se percató que sus lágrimas espesas y pesadas habían caído sin temor sobre la lápida de mármol hasta cuando el fotógrafo intentó perpetuar la escena. Entonces se incorporó. Había apoyado su cabeza sobre la mano derecha y la había frotado tantas veces que una mancha roja empezó a aparecer sobre su frente. Se volvió a colocar los lentes y se apoyó sobre la madre de Jimmy con esa actitud de flaqueza que tantas veces le había sido familiar durante sus años en el boxeo de paga. Apoyó su mano derecha sobre el hombro de ella y fue cuando tuvo la convicción de que tenía a su propia madre entre brazos. Ella le cruzó su brazo izquierdo por la espalda y se sintió abrazando a Jimmy.

Entonces todos, en un acto de reverencia, dieron un paso atrás. El fotógrafo miró al escritor y ambos comprendieron la urgencia de empezar un documental que perpetuara ese instante tan humano. Gabriel, tomando de la mano a la madre, dio tres pasos para sentarse juntos en una esquina de la tumba. Ella, sabiéndose madre de un nuevo hijo, se recostó en su hombro izquierdo y sus ojos diáfanos y tranquilos se perdieron en algún lugar del cielo barranquillero. Él, sabiéndose hijo de una nueva madre, le cruzó el brazo izquierdo, apoyó el derecho sobre la pierna y colocó la palma de la mano hacia arriba para que la mano derecha de ella pudiera estrecharla. Sintió la calidez de esa mano de terciopelo y sus ojos tristes recobraron la alegría perdida desde el instante mismo en que Jimmy durmió. Se quedó mirando hacia el horizonte y se sintió pleno, reconfortado y nuevo porque comprendió que lo habían perdonado para siempre.

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En las fotos, el boxeador Gabriel Ruelas, con la madre, esposa, novia e hijo de Jimmy García, en el cementerio Jardines del Recuerdo, en Barranquilla.

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